Kikirikís de gallos, lejanos ladridos de perros y repicar de campanas. Aldabonazos para llamar a las puertas, que se convierten en campanillas en las casas elegantes. Chillidos de muchachos que juegan, agudos pregones de vendedores callejeros y el ¡Agua va¡ para avisar a los de transeúntes del arrojo de inmundicias. Los cascos de las caballerías y el chirriar de las yantas de los carruajes en el empedrado, que se amortiguan cuando suena el ruido de los postigos de los escaparates que cierran las tiendas y el farolero va encendiendo el alumbrado público.
Artilugios que amplían, extienden y reproducen los sonidos por todas partes: Dictáfonos, megáfonos, micrófonos, magnetófonos, gramófonos, teléfonos… La ciudad se llena de los sonidos industriales de los porteros automáticos, de las sirenas de las fábricas, de los bomberos, las policías y las ambulancias. Los locales de ocio se inundan de máquinas tragaperras y aparatos de reproducir música. En el interior de las oficinas, ejércitos de mecanógrafas simulan el trote de un regimiento de caballería. ¡Nunca volverán a ser tan ruidosas¡
Con la revolución de los ordenadores se impondrá un tibio silencio entre los cuellos blancos. Los transeúntes semejan “zombies” de mirada vacía, atados por el cordón umbilical de sus teléfonos móviles a sus mundos virtuales. Parecen flotar por unas calles que les son ajenas, donde van desnudando sin ningún pudor conversaciones íntimas al vecindario. Aquél parece su rey, ceñido con la tiara de sus auriculares y dando órdenes a través del micrófono que cuelga junto a su boca; órdenes que trasmiten un montón de cables que entran y salen por su camisa. A su alrededor, las sintonías de los teléfonos móviles, no por su repetición hasta la saciedad, asombran y aturden a los viandantes desprevenidos.
(¢) Carlos Parejo Delgado
Artilugios que amplían, extienden y reproducen los sonidos por todas partes: Dictáfonos, megáfonos, micrófonos, magnetófonos, gramófonos, teléfonos… La ciudad se llena de los sonidos industriales de los porteros automáticos, de las sirenas de las fábricas, de los bomberos, las policías y las ambulancias. Los locales de ocio se inundan de máquinas tragaperras y aparatos de reproducir música. En el interior de las oficinas, ejércitos de mecanógrafas simulan el trote de un regimiento de caballería. ¡Nunca volverán a ser tan ruidosas¡
Con la revolución de los ordenadores se impondrá un tibio silencio entre los cuellos blancos. Los transeúntes semejan “zombies” de mirada vacía, atados por el cordón umbilical de sus teléfonos móviles a sus mundos virtuales. Parecen flotar por unas calles que les son ajenas, donde van desnudando sin ningún pudor conversaciones íntimas al vecindario. Aquél parece su rey, ceñido con la tiara de sus auriculares y dando órdenes a través del micrófono que cuelga junto a su boca; órdenes que trasmiten un montón de cables que entran y salen por su camisa. A su alrededor, las sintonías de los teléfonos móviles, no por su repetición hasta la saciedad, asombran y aturden a los viandantes desprevenidos.
(¢) Carlos Parejo Delgado
Del ¡agua va! al si siquiera un ¡hola! y pasando un semáforo en rojo mientras se está enfrascado con el teléfono "wasapeando" se le ha llamado... ¿evolución?
ResponderEliminarNo dominamos la tecnología que hemos hecho; ella nos domina a nosotros.
Saludos y un abrazo.