El viejo árbol sin sombra -el firmamento
es una gruesa losa de granito y arsénico-
siente la savia helándose en sus venas
y al pájaro de fuego que hizo nido en sus brazos,
desertando del frío
con rumbo a territorios de sol y de palmeras.
En un postrer esfuerzo, patético a la vez
que titánico, arranca
sus raíces del nocivo permafrost
que constriñe sus ansias,
tratando de seguir el trino alegre
del apostata alado,
para ir a dar de bruces contra el hielo
quedándose a merced de una caterva
de buitres-leñadores que armados de carámbanos
de hidrógeno trocean su cadáver
en tanto su alma queda para siempre
cautiva de la hirsuta
lengua glaciar de la desesperanza.
Todos tenemos algo de apóstatas alados y cárceles de desesperanza. Bonito.
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