Cualquier origen -el ayer- no es más
que una coartada inútil falseada por la niebla
espesa y contumaz de la memoria.
El porvenir, un espejismo, un sueño
etéreo, una quimera
dispuesta a devorar el ahora, siempre.
Y esto tan crudo y grave que cargamos,
sumisos y en silencio como bestias domésticas,
nunca será una historia novelada
dotada de coherencia en su argumento.
De modo que este caos, este efímero instante
al que con impostada vanagloria
denominamos vida,
no es más que una reata que nos lleva,
en fila y maniatados, camino al matadero;
un nudo en la garganta, en el estómago,
que no se desenlazan;
una pesada roca atada al cuello
que cada vez que estamos sólo a un palmo
de asirnos al pretil
nos arrastra extenuados hacia el fondo
de un pozo helado y lóbrego anegado
con nuestras propias heces.
(Y siempre nuestro nombre,
sin merecer siquiera una mención
entre los figurantes,
no es el de un héroe de epopeya, es Sísifo).
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