A.B. cumplía medio siglo de vida. Echó la vista atrás y del desván de su memoria se cayó improvisadamente un madurito interesante. Lo había conocido en el gimnasio SATO Sport. Un auténtico y elegante Apolo griego, si nos fijamos en su torneado y graciosamente proporcionado cuerpo, aunque con algunas canas. Se le ha había aproximado durante todos los días del último mes con la cordialidad avasalladora y la simpatía desbordante de un presentador de concursos de televisión. A.B. había escuchado diariamente esa letanía que tanto alegra a cualquier fémina: ¡Eres la más auténtica y bella mujer que para mí existe en el Sistema Solar¡ Y, comiéndosela con la mirada, la obsequiaba cada mañana con una pequeña rosa antes de entrar en el vestuario. Pero le acometió una negra sospecha. ¡Este Apolo es demasiado perfecto para ser verdadero¡ Sonsacó los datos de su ficha personal a la secretaria del gimnasio: ¡Qué cruel decepción, casado y con tres hijos¡ ¡Menudo caradura¡
Este fallido romance la dejó un poco chasqueada ¡Y los clientes con las ansiedades y neurosis más variopintas y complejas se multiplicaban en esos días, como los panes y los peces del cananeo milagro de Jesús¡ Sus emociones no podían quedar atrofiadas por aquel ingrato accidente. Decidió archivarlo en la carpeta de agravios pendientes y pulsar la tecla: olvidar. Había que someterse a un tratamiento post-traumático. Lo primero que hizo fue irse de compras. Transcurrido el siguiente mes, su gabinete terapeútico quedó decorado como el más postmoderno estudio de la “Gran Manzana”. Resucitó la arquitecta que nunca fue. Y se sintió tan feliz como si se hubiera reencarnado temporalmente en otros de sus “yo”. Lo segundo fue recomponer su agenda de contactos sociales y fortalecer su círculo de amistades de siempre. Después del trabajo salió a divertirse cada día, aunque fuera arrastrándose de cansancio. Con sus personas íntimas dejaba de poner los ojos en blanco, mirando para dentro y reflejando como en un espejo el cerebro de los pacientes. Dejaba de esforzarse por leer cada mirada y gesto de quién tenía enfrente: La crispación de sus labios, la elasticidad de sus brazos, la posición de sus piernas, la expresión de sus manos… Y era ella la que llevaba la voz cantante, no paraba de sonreir, de bromear, de dejar desatarse a sus instintos y de tirarse del trampolín de las emociones que le afloraban espontáneamente… Pero no hubo nada más hondo y lindo que adoptar a su amigo fiel, a su inseparable perro Ulises. A su lado encontró paz y serenidad, compañía y reciprocidad. Y se afirmó en un pensamiento algo irónico y suspicaz: Lo bueno del amor no correspondido es que es el único que siempre dura.
Carlos Parejo Delgado
No hay comentarios:
Publicar un comentario