Los satélites de telecomunicaciones han borrado las distancias físicas para comunicarse virtualmente. Yo, Jorge Ángel, he asistido al entierro de mi abuelo Charlie - mediante videoconferencia – en las Islas Fidji. Lo hice mientras estaba almorzando fuera y no llegué a lamentarlo plenamente. Tuve que salir corriendo hacia mi hogar. Los vigilantes domóticos me informaron por un SMS de que estaba siendo fruto de un incendio por cortocircuito.
Nunca, sin embargo, se produjo tanta información inútil en la historia. El buzoneo publicitario colapsa diariamente cualquier vivienda. Ochenta millones de correos electrónicos van al gran basurero virtual mundial anualmente. Un ciudadano medio descarga cientos de libros electrónicos, de los que sólo leerá una décima parte en su tableta electrónica.
El libro impreso en papel, el de la galaxia Gutenberg, va cediendo su trono al de la Galaxia virtual. No me da vergüenza reconocerlo. Yo, Jorge Ángel, estudiante de instituto, he vendido la enciclopedia familiar -de pesados tomos de papel impreso- en una tienda de segunda mano. Con lo que me dieron he comprado un ordenador personal. Navego por INTERNET durante menos de una hora, y recorto y pego las ideas que se les ocurrieron a cien celebridades para mi próximo trabajo de historia. Me ha sobrado casi toda la tarde. Así pues, salgo a la calle y gusto de evadirme, orejado con mis cascos musicales, de la ruidosa ciudad que cruzo mientras practico slalom de peatones con mi monopatín.
La ostentación y la elegancia parecen haber desaparecido de las aceras. Sólo una minoría de altos funcionarios, políticos y banqueros lleva trajes de corbata y chaqueta. La moda deportiva parece igualar al pobre y al rico. Los turistas pasan impresionados junto a la Catedral. Proyectan el monumento en un video o se hacen fotografías con ella a la espalda, como dándole la razón al refrán castellano: “una imagen vale más que mil palabras”. ¿Dónde quedaron los cuadernos de viaje para improvisar unas notas, un dibujo o un poema?
He llegado al lugar en que se cita la pandilla. Reina el silencio. El concierto que da nuestra estrella pop favorita al otro lado del Atlántico se está retransmitiendo en directo. Cada uno lo ve y escucha con su ipod y sus cascos. Tecleo mensajes confidenciales por el móvil, aprovechando los descansos entre las canciones, a mi argentinita. Nos van sobrando las palabras. Igual que a esa cajera de unos grandes almacenes, justo enfrente, que escucha música relajante estilo zen por un oído, mientras que con el otro atiende una cola interminable de mujeres ásperas e impacientes con prendas de rebajas.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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