Aquella noche necesitaba expresarse más que nunca. Decirse algo diciendo a otro. Pero no sabía qué. Ni a quién. O se negaba a saberlo. Frente al papel en blanco, se devanaba los sesos y se mordía con una extraña mezcla de fruición y saña las uñas. Cómo no decir diciendo. Pensó en un nombre, pero era falso. Elvira –se dijo-, he aquí mi destinataria. Pero Elvira no era más que una burda metáfora de alguién que no existía. Mi muy querida Elvira… No, no, no era una buena fórmula. Mi estimada Elvira… ¡Pero si ni siquiera la conozco! Entretanto Elvira, la verdadera Elvira, aunque ese no fuese su nombre y no existiese, necesitando escuchar más que nunca aquello que se negaba a admitir que necesitaba escuchar, suspiraba. En la papelera, un sinfín de folios arrugados, manchados de sangre.
Elvira y Leo, qué tiempos aquellos, de desmadre y cachondeo
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