La tarde, en su rubor, se va durmiendo sobre el lecho mortuorio del océano. Todo está en calma. Tan sólo las gaviotas picotean, rompiendo los acordes del silencio, los huérfanos desechos que, dispersos, dejaron los bañistas en la arena. Un áspero relente impregna el aire. Turbada la crisálida a la orilla que envuelve en su sudario los deseos, ve hundirse sus pupilas sin aliento, bajo la sangre agónica que vierte el sol al inhumarse entre las aguas. No alcanza a sujetarse, su memoria, a la estela que, huidiza y mansamente, naufraga en la galerna del insomnio. Banal se difumina el horizonte, en tanto el firmamento se salpica de un lúgubre albañal de estrellas yermas, y un faro con sordina ulula triste: su aullido macilento sin azogue se hermana con la incuria del silencio; enfática afonía que se quiebra tan sólo por un canto de sirenas, que llama a la crisálida al abismo; suavísima oquedad que desarbola el mástil residual de la esperanza.
Qué maravilla de texto!He podido sentir el salitre en mi piel y ese olor a peje y desolación que dejan algunos seres junto al mar.Gracias.Y la foto es de infarto.Besos
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