ÉRASE una vez un hombre que no se llevaba nada bien con su corazón. El caso es que, sin ninguna patología aparente que pudiese explicarlo, aquel corazón grande y limpio le dolía; insoportablemente, sin dar tregua. Y una mañana clara del mes de abril, ya cansado del dolor de sus latidos, con sus manos fuertes, pero tan ungidas de ternura, se lo arrancó. Sorprendido por seguir sintiendo el aroma de las flores y el poniente mesando sus cabellos, el hombre recordó como a aquel corazón lo había abandonado el alma una lluviosa y fría noche de finales de un muy lejano ya diciembre, y como, pese a seguir latiendo, había estado muerto desde entonces.
Pero el corazón, que aún palpitaba en sus manos, le seguía doliendo, y el hombre, pensando que quizá sólo así podría procurarse el sosiego que tanto anhelaba, lo enterró en el rincón más apartado del jardín de aquella mujer que carecía de nombre, desde que, bajo aquel pertinaz aguacero, su canto se uniese al silencio. Y allí se sentó a esperar, tal y como lo venía haciendo desde el día de su muerte, sin corazón, sin esperanzas.
Al caer la noche, como sintió frío, para tratar de guarecerse de su intemperie interior, el hombre, escarbando con las uñas, agrandó la sepultura en la que yacía su corazón sin alma, y, tras cubrirse de tierra, se fue quedando dormido. Para siempre quizás, sin latidos.
Unos años después, sobre la tumba ignota, floreció el clavel rojo más hermoso y con el más dulce y penetrante aroma que nunca hubiese dado primavera alguna. Tal era su fragancia, que aquella mujer, al sentirla, mudada en mariposa celeste, ascendió desde el profundo abismo de su mutismo voluntario y comenzó a cantar y a pintar el aire en torno a la flor con su vuelo. Y, entonces, el clavel, recodando su nombre, deseó poseer unas manos fuertes y ungidas de ternura para poder arrancarse a aquel hombre descorazonado que, doliéndole, palpitante, acababa de despertar en su interior.
Pero el corazón, que aún palpitaba en sus manos, le seguía doliendo, y el hombre, pensando que quizá sólo así podría procurarse el sosiego que tanto anhelaba, lo enterró en el rincón más apartado del jardín de aquella mujer que carecía de nombre, desde que, bajo aquel pertinaz aguacero, su canto se uniese al silencio. Y allí se sentó a esperar, tal y como lo venía haciendo desde el día de su muerte, sin corazón, sin esperanzas.
Al caer la noche, como sintió frío, para tratar de guarecerse de su intemperie interior, el hombre, escarbando con las uñas, agrandó la sepultura en la que yacía su corazón sin alma, y, tras cubrirse de tierra, se fue quedando dormido. Para siempre quizás, sin latidos.
Unos años después, sobre la tumba ignota, floreció el clavel rojo más hermoso y con el más dulce y penetrante aroma que nunca hubiese dado primavera alguna. Tal era su fragancia, que aquella mujer, al sentirla, mudada en mariposa celeste, ascendió desde el profundo abismo de su mutismo voluntario y comenzó a cantar y a pintar el aire en torno a la flor con su vuelo. Y, entonces, el clavel, recodando su nombre, deseó poseer unas manos fuertes y ungidas de ternura para poder arrancarse a aquel hombre descorazonado que, doliéndole, palpitante, acababa de despertar en su interior.
Arrebatadora historia.Creo que nopodré conciliar el sueño.Abrazo
ResponderEliminarA veces, con tus historias, le arrancas a mi alma algunas gotas de agua...
ResponderEliminar...y es que a veces" me sobra corazón".
ResponderEliminarComo siempre, bravo.Un beso enorme
Y es que un corazón sin alma sólo es un cónico músculo que YACE inerte en su sepultura-cavidad torácica
ResponderEliminarTe deseo que el tuyo, "Poetaso", siga latiendo esencias de clavel
Besitos de algodón
http://concurso2009.magazinedigital.com/media/g_31897959.jpg
http://youtu.be/a1XUD2oZSK8.
ResponderEliminarAbrazos.
¡Qué bonito, Rafa!.
ResponderEliminarBesos