El mundo anda hace un par de días
profundamente consternado. Cuán honda tristeza albergan nuestros corazones de
indiferencia y estiércol. Algunos, incluso, hemos derramado —cómo no, en
público; para que conste— nuestra cuota mensual de lagrimitas de cocodrilo. Ah,
pobre Valeria; qué desazón ver su cuerpecito inerte a orillas del río Grande,
como el de otro Aylan de muchos. No habrá de transcurrir mucho
tiempo para que olvidemos a Valeria; somos, como cuerpo social desmembrado y
hecho pedazos, unos más que excelentes maestros de la impostura. Y, entre la
muerte —quizá, en honor a la verdad, sería más correcto hablar de asesinato— de
Valeria y su olvido colectivo programado, no dejaremos ni por un sólo instante
de hacerle de un modo u otro el juego a los criminales que a diario hacen de
esta repugnante mota de polvo a la deriva en el espacio que parasitamos a destajo, una trampa
letal para un ignominioso sinfín de Aylanes o Valerias. Yo me acuso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario