Cuando aquella mañana llegué al Alonso Sánchez, me encontré a algunos de mis compañeros y a la casi práctica totalidad de mis compañeras de instituto llorando a moco tendido. Por fin, a Dios gracias, o de la mano misericordiosa de algún beatífico demonio, la había palmado el gran genocida. Yo no alcanzaba a entender tanta lágrima, tanto alarido de sentido desconsuelo. Tantos años esperando con impaciencia su muerte, para ahora, que por fin la diñaba el puto perro, llorarlo en lugar de andar pegando saltos de alegría. Poco después Doña Concha, a la que, siendo una simple bedel y pese a no ser mala persona, le otorgábamos similares condición y autoridad a las de un general de los ejércitos fascistas o un obispo nacionalcatolicista y pederasta, nos vino a decir que nos fuésemos marchando para casa, que aquel día tan triste no podía ser nada más que para el luto y que, por lo tanto, no se impartirían clases. Un inesperado día de vacaciones. Y aún así no cesaron los llantos. ¿Qué era lo que allí no cuadraba? ¿Yo, más feliz que una perdiz, y el resto del mundo tan triste o más que cuatro décadas de crímenes, represión y dictadura? Necesite de algún tiempo para comenzar a comprenderlo. Para una buena parte de mi generación, aquel criminal sin parangón en la historia de España había sido poco menos que un héroe, el salvador de la patria, una patria que fue muy grande y que empezó a dejar de serlo como consecuencia de los vicios y pecados que trajo aparejados la República. Y él fue quien vino para poner orden y hacer reverdecer los tan agostados y marchitos laureles del pasado. Menudo lavado de cerebro. También he tardado en comprender que tampoco aquel día supuso realmente un motivo para la felicidad de aquellos a los que, como yo, habíamos sido educados en la verdad y la memoria. Porque cuando aquella mañana mis compañeros lloraban su tan reciente muerte y yo me sentía embargado de la mayor de las alegrías, la alimaña ya había resucitado. Y para tanto tiempo, que aún sigue viva.
Qué noche la de aquel día hasta que salió el rey a tranquilizar las aguas inquietas de España
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