jueves, 23 de agosto de 2018
Pena capital
El pueblo era feliz en Anacardia;
lo fue durante siglos porque sólo
había pueblo y no había
patronos, dioses, reyes
ni tribunos, alzados en tribunas,
con piel de oveja churra o -tanto monta,
monta tanto- merina,
y hambre de tiburón megalodón
en almíbar, ni tirios ni troyanos.
Todo el pueblo era pueblo
entero hasta la médula,
jamón jamón de cerdo pata negra
criado con bellotas en la extática
libertad que acontece sin prisa en la dehesa,
y había libertad, fraternidad,
igualdad y ese orden,
sin líderes, rediles, ni rebaños
camino de un hediondo matadero,
propio de la anarquía. Hasta que un día
un grupo de anacardos borriqueros
faltos de sal y un poco
maníos -como dicen en mi pueblo-
y ansiosos de poder para dar rienda
suelta a su gula y su avaricia, vino
a llamar caos a aquel
paraíso de armonía
y se acabó la diversión de golpe
y a porrazos de porra, pero no
como aquel día glorioso
en que llegó Fidel.
Y nació y comenzó
a crecer como mala
hierba la jerarquia.
Y se impuso el ordeno
y mando y mango germen
de miseria. Y a aquello
tan oscuro y letal
le pusieron por nombre democracia
y todos dieron gracias
al dios de los mercados uno y trueno,
único verdadero aunque su reino
fuese del inframundo,
por hacer el milagro
de racionar los panes y los peces,
aguar el vino y, cómo no, la fiesta,
y dar al capital, como maná,
con el cuerpo y la sangre
del pueblo, la bendita plusvalía.
(El dogma.)
Curiosa mezcla de fobias ideológicas, ni Cristo predicando y haciendo milagros se escapa indemne de impulsar el totalitarismo financiero en tiempos de Roma... y yo que lo creía más cerca a los anacardianos
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