Se dice que las apariencias engañan. Y, aunque no siempre es cierto, a menudo acontece. Sobre todo en política. ¿Cuántas veces nos habremos dicho "oh, qué buen político, siempre pensando en qué hacer para mejorar las condiciones de vida del pueblo que lo eligió? Bueno, lo cierto es que puede que no hayan sido tantas, aunque haya políticos así y muchos; la política, hoy en día, se desarrolla casi a tiempo total en las cloacas y puede resultar muy injusta e ingrata para aquellos que, de buena fe, han tenido el valor de sumergirse en sus nauseabundas aguas con verdadera vocación de servicio. En esas aguas sólo se encuentran en su salsa y, salvo contadas y honrosas excepciones, llegan a destacar las ratas. Y entre las ratas, las peores, esas alimañas, esos abominables y muy nocivos sujetos en los que, antojándosenos buenos políticos como consecuencia de su habilidad en el manejo del cinismo y la falacia, a poco que escarbamos en la máscara de detestable hipocresía tras la que ocultan su verdadero rostro, descubrimos que no son otra cosa que unas malas personas, unos ególatras que se piensan dioses a los que hubiera que rendir culto, que no tienen ni un ápice de respeto por los demás y que no miran jamás por otra cosa que no sean ellos mismos. Y, entre estos engendros monstruosos que parecieran nacidos de la prodigiosa imaginación de Robert Louis Stevenson, entre estos nocivos remedos políticos de doctor Jekyll y a un tiempo señor Hyde, los peores, los de izquierdas. "Quien lo probó, lo sabe."
Así que muchos políticos son ratas de corazón, pues vaya, aquí no hay playa
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