lunes, 28 de mayo de 2018

La tolerancia (II)


En este país de todos los fantasmas
del pasado —Tomás
de Torquemada, Queipo
de Llano, Franco, Primo
de Rivera, Millán Astray, Santiago
Matamoros y etcétera— campando
a su antojo y mudando en pozos negros
las aguas subterráneas y veneros,
nos hemos terminado volviendo tan sensibles,
que cualquier opinión que contradiga
nuestros dogmas de fe
—y aquí tenemos dogmas
para todos los gustos, más allá
de asuntos relativos a dioses y tiranos—,
nos ofenden y causan
tal daño que exigimos
que el presunto ofensor sea castigado
—ordalía mediante— con prisión
y, a objeto de evitar su reincidencia,
amputándole lengua y todo atisbo
de pensamiento crítico y cualquier
tentación de futura disidencia
frente al ordeno y mando establecido.
Y en este orden de cosas,
con tanto sentimiento desmedido
a flor de piel sin orden ni concierto,
España entera apesta a Santo Oficio,
verdugos y mazmorras.
Ah, menos mal el fútbol
y sus adinerados rompecueros,
que hoy día aún nos permiten proferir,
sin miedo a ser juzgados
por ello, todo tipo de improperios
a modo de catarsis,
siempre que, antipatriotas, no pitemos
al himno nacional o a la patriótica
versión de Marta Sánchez.
Cuidemos, oh, forofos
de Atlético, Madrid, Betis y Barça,
por tanto de esta válvula de escape,
pues de seguir así
las cosas, cualquier día
nos llevan detenidos y procesan
bajo la acusación
de herir los sentimientos balompédicos.

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