Mediados de marzo del año 1599. Aleteos y cacareos anuncian el nuevo día. Tocan a misa de prima en la parroquia de Santa Ana. Abro el balcón y oigo martillear las gotas de lluvia en el patio, y ya van para dos semanas seguidas. Los vientos atlánticos traen no sólo mucha agua sino también una perseverante humedad. La calle se ha convertido en un continuo barrizal que ningún carruaje es capaz de atravesar, sólo contados mulos y caballerías golpean un suelo blandengue como un puré con sus cascos, lo que amortigua y hunde pesadamente sus pisadas.
Un delicioso aroma a pan recién horneado llega de la tahona de la esquina y me quita la melancolía de esa incierta luz que ofrece un cielo siempre encapotado de nubes. Cuando salgo a la calle los naranjos, descargados de su dorado fruto invernal, lucen ya sus humildes pimpollos. ¿Cuándo llegarán los días soleados que hagan florecer su esplendorosa ramilletería blanca y olorosa?
Acudo a la taberna a desayunar. Los viajeros venidos de fuera aún están embutidos en sus capas y se desperezan en la paja esparcida sobre la gran sala. Ya se ha encendido la chimenea que despide un acre y fuerte olor a humo. Al calor de su lumbre voy desentumeciéndome mientras doy cuenta de unas tostadas de pan con aceite, una jarra de vino rebajado con agua y unas jugosas naranjas de la vega trianera.
Mi barquichuela seguirá anclada otro día más, las aguas vienen demasiado revueltas desde Sierra Morena. Pero he traído mi cernícalo amaestrado y le quito la capucha. Alza el vuelo y caza para mí algunas aves emigrantes, que siguen la línea del río Grande en dirección hacia África. ¡A falta de peces, buena será esta carne de volatería!
No se escucha ni una voz por el barrio de los tejares. Los ladrillos y tejas morunas permanecen almacenados en los cobertizos. No hay sol que los seque. Sólo el herrero martillea en la fragua las nuevas herraduras de caballerías que han venido lastimadas por el deplorable estado del camino que conduce a Extremadura y a las costas de Huelva.
La oscuridad de estos días lluviosos es un regalo del Cielo para Joaquín, el lamparero. Las recuas de mulas le traen diariamente todo lo que ha sobrado de la cosecha del olivar aljarafeño y lo va transformando en el aceite con que las lámparas y palmatorias alumbran, aunque siempre parpadeando, los umbríos hogares. También está alborozado Perico el leñador. Toda su familia le trae ramas y troncos húmedos que va apilando bajo cubierto y, una vez secos, vende al resto de vecinos para que ardan sus chimeneas desde el alba hasta el ocaso, así la fría humedad no les calara los huesos ni cogerán fiebres reumáticas. Pero, sobre todo, tanta agua bendita es un pingüe negocio para Manué, el del silo de heno y paja. Toda Triana lo visita para aprovisionarse de condumio para los establos de animales, o para cambiar los rellenos de los jergones donde duermen los más pobrecitos del barrio, que los ricos tienen lechos de plumas.
Otros esperan pacientemente que venga el buen tiempo. Entre ellos, los cargadores del muelle que, como los barcos están varados, se apostan en los soportales jugando a dados y naipes todo el santo día para matar la ociosidad.
(¢) Carlos Parejo Delgado.
Nunca llegó a llover a gusto de todos.
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