Nací un día del mes de junio del mil novecientos doce en el último callejón de la calle Alfarería, mirando a la Vega. Allí estaban los tejares donde aprendí desde chiquito el oficio de colocador de ladrillos y luego el de carrero para ganarme unos jornales. Pero también residía allí, en su blanca ermita, mi queridísimo Cristo del Cachorro, la devoción de mi alma. Por eso, a los 15 años ya era costalero al mando del primero de los grandes capataces de mi calle Alfarería, Ariza el Viejo, el patriarca de la dinastía familiar de los Ariza; a la vez trabajaba de cargador del Muelle, y me trataba con anarquistas y comunistas que ansiaban mejores salarios y la revolución social.
Recién cumplidos los treinta años, cuando iba de costalero bajo el paso de la Virgen de la O, va un tranvía desbocado a la salida del Puente de Triana y la embiste. Aguanté en el zanco yo solo hasta que se saliera toda la cuadrilla. Y luego logré escapar de las trabajaderas, pero mis riñones se resintieron y decidí no sacar más pasos y graduarme como capataz. A los cuarenta monto mi cuadrilla propia, y cuando me veo apurado como capataz con la estrecha salida del templo de la Hermandad del Baratillo tomo la decisión de que ya basta de roces y brusquedades contra las puertas del templo, el paso tiene que salir suavemente e invento lo que luego llamaron la “Levantá a la Música” o “Levantá a pulso”. Por esa misma época me encuentro en la tesitura de que mi cuadrilla de costaleros, derrengados del esfuerzo de la madrugá, remolonean y alargan la próxima “levantá”. La Virgen de los Gitanos mira impaciente hacia arriba y mi corazón se inspira para levantar sus ánimos con una frase que ha quedado para la posteridad. Toco el dragón del llamador y ordeno con voz de mando: “¡Al Cielo con Ella!”.
Como además de oficiar de capataz soy un indultado anarcosindicalista que llegó a capitán del republicano ejército popular, siempre he luchado negociando cada peseta que mejorase las ganancias de mi cuadrilla de costaleros. Pero llegó un momento en que propuse que los jóvenes cofrades de la Hermandad de los Estudiantes se doctorasen en su sincera vocación a sus imágenes predilectas y sacasen ellos mismos los pasos de sus cofradías. ¡Qué revuelo se armó entonces¡ Y después todo el mundo lo hizo.
Mi cuadrilla se puso tan de moda por los sesenta y setenta que saqué hasta once pasos en una Semana Santa, además de los de las Hermandades de Gloria. Los cofrades se aprendieron de carrerilla los nombres o apodos de mis costaleros como si del equipo de fútbol del Real Betis Balompié se tratase: El Balilla, El Corneta, El Poeta, el Tarta, el Bigotes, el Pingüino…Y, por supuesto, el de mi ayudante o segundo, al que llamaba cariñosamente “Espejitos”, pues sus ojos llegaban donde no alcanzaba mi mirada, y el de ese experto vestidor que era “El Vargas”, que ya viejito acomodaba perfectamente el costal en la cabeza de cada costalero y apretaba debidamente su faja en la cintura.
Un año tras otro le di un estilo propio de desfilar a la Virgen Macarena, con un movimiento no estridente de las bambalinas y un deslizarse suave de las varas del palio, como si la Virgen paseara tranquilamente por las calles de su barrio de San Gil para saludar a los vecinos. Pero, ya cerca de los sesenta esas emociones tan fuertes y contenidas me jugaron una mala pasada en la madrugá, La cosa no fue a mayores, pero me retiré de la profesión con el orgullo de dejar una amplia escuela de discípulos como la dinastía familiar de los Santiago. La década siguiente, retirado en mi hogar, viví de mis recuerdos pasando horas y horas en mi despacho, rodeado de recortes de prensa y fotografías y de los cuadros de mis imágenes predilectas: La Esperanza Macarena y El Cachorro, junto con condecoraciones como mi Martillo de Oro de la Hermandad de los Estudiantes y el título municipal de Costalero de Sevilla, los premios más apetecidos en su carrera por cualquier Capataz.
Un cuarto de siglo después de mi muerte (año 2018), el Ayuntamiento hispalense, a petición de miles de firmas recogidas por tres o cuatro amigos incondicionales, me ha dedicado el callejón natal donde vine al mundo con mi nombre, apellido y apodo. Al saberlo, desde la gloria bendita he gritado una vez más mi voz de mando característica: “Al Cielo con ella”.
(¢) Carlos Parejo Delgado.
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