Cuando despertó, el turrón de crema catalana aún estaba allí. Ella, que en tantas ocasiones a Dios había puesto por testigo de que nunca más volvería a pasar hambre, marcó con premura el teléfono de emergencias. "Tranquila, no ha sido más que un sueño" -recitó una voz metálica desde el otro lado de la línea. Pero no había ya nada en este emputecido valle de lágrimas que pudiese tranquilizarla; sabía bien que el dinosaurio estaba allí presto a devorarla y que ya no quedaba nadie para defenderla. Aun así, se terminó el turrón. "No es mal aperitivo para un último cigarrillo" -pensó, en tanto, con la lengua, jugueteaba con la cápsula de cianuro que, como única herencia, había recibido de su no difunto padre.
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