lunes, 2 de octubre de 2017

Historias de la calle Alfarería —Barrio de Triana (17). Tardes de verano de los años cuarenta. (Carlos Parejo)


Hacia las siete u ocho de la tarde llega la cuba municipal de riego a la calle Alfarería. Va tirada por una mula y su peine de agua apaga el polvo de la calle, que han dejado las cenizas alfareras y carboneras y las hojas y ramas que trae el viento solano. Emana entonces un frescor de la calzada que resucita a los vecinos. Las esteras de esparto y las cortinas de madera –pintadas de verde o marrón- se suben. Los hogares despiertan de la penumbra en que estaban sumergidos desde el mediodía. Se escuchan las voces de seriales o radionovelas, o los de las retrasmisiones deportivas –si es domingo- y el traqueteo de las máquinas de coser. Aquella vecina se atreve entonces con una copla y aquel otro rasguea una guitarra o repasa música al piano.

Los niños juegan al toro o con pelotas de trapo. Las niñas lo hacen con los aros y las muñecas. Las familias y los novios se visten muy compuestos y buscan los tranvías de la calle San Jacinto y la calle Betis, para ir a algún sitio en que corra el aire como el Paseo dela Palmera o la orilla del río bético.

Las verdes manchas coronadas por el tricornio charolado anuncian que la pareja de guardias inicia su ronda nocturna desde el Cuartel de la Cava. Los vecinos mayores sacan a las aceras sus sillas, sus butacas y mecedoras de mimbre –esas barcas de aire-, mueven con sus manos esos otros remos de aire que son los abanicos, y comienzan interminables tertulias, con el botijo de barro bien a mano, que duran hasta la madrugada.

De pronto suena un estentóreo claxon de automóvil. Un chofer uniformado abre la puerta para que se suba el propietario del más prestigioso taller cerámico. Los artistas, ayudantes y obreros se asoman a las ventanas, pues es todo un acontecimiento ver de cerca un coche, ya que bicicletas, motocarros y motocicletas aún son los ingenios motorizados predominantes en la postguerra.

(¢) Carlos Parejo Delgado

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