lunes, 7 de agosto de 2017

Historias de la calle Alfarería —Barrio de Triana (9). La pandilla de los Negros (1) (Carlos Parejo)


Se han venido ha venido a vivir aquí los cuatro hijos de dos primos subsaharianos, como alquilados de dos de los modestos pisos de protección oficial. Son dos cajas de zapatos igualitas de color rojiamarillento chillón, donde las minúsculas habitaciones tienen tamaño de cajas de cerillas. Fueron levantados en un adarve en los años del desarrollismo, allá por la década de los setenta, a mediados de la calle Alfarería.

Casi nunca se les ve, ya que los subsaharianos –junto a sus mujeres- trabajan por temporadas en las faenas agrarias que se van sucediendo en las distintas zonas de la geografía andaluza.

Pero con sus ingresos van pudiendo costear los estudios de sus respectivas parejas de hijos varones, a los que en el instituto les han puesto el mote de “los negros”. Los “negros” se han ido criando , pues, en una casi absoluta libertad, ya que sus padres están siempre fuera de casa. Al no tener a las autoridades paternas ni maternas pendientes y encima de ellos, y soliviantados por el desprecio y rechazo con que los miran algunos de sus compañeros de Instituto, han acentuado los comportamientos agresivamente salvajes que los acompañan.

En las vacaciones de verano los cuatro “negros” caminan siempre en bañador y con el torso y los pies desnudos. Son pobres energéticos, que no pueden poner el aire acondicionado en sus minúsculas viviendas, ideadas mejor para su uso como sartenes donde cocinar huevos fritos simplemente con el calor del implacable sol que les da de lleno. No es que se imaginen en un río de la sabana de su Mali natal, pero se pasan las horas muertas dándose chapuzones desde un muelle náutico-pesquero, cercano del río Guadalquivir y trasero a un elegante hotel.

Sus duras miradas hacia los vecinos con los que se cruzan tienen algo de rabia interior, una mezcla de resentimiento, odio y soledad mal digerida, ante la marginación que sienten en sus carnes por ser personas de otro país de origen y de una raza de otro color.

Y de pronto esta rabia estalla inopinadamente. Como aquel día que venía un taxista a velocidad superior a la permitida en la estrecha calle Alfarería, saltándose a la torera su reglamentaria condición municipal de “calle de convivencia” peatón-conductor. Los cuatro han ocupado el centro de la rúa y, pese al reiterado juego de amenazantes luces y los estridentes pitidos del claxon, no se han apartado un ápice y han hecho frenar en seco al taxista. Éste ha comenzado a insultarles y entonces se han retirado muy lentamente hacia la estrecha acera y todos han sacado hacia afuera el dedo central de su manos derecha, como sugiriéndole en silencio que es un cabrón de mierda.

Otro día fueron crueles sin saber muy bien por qué. Cuando salieron de su casa, estaba Susanita (una pequeñina ecuatoriana de seis añitos), enseñándole a su hermana María como saludar a la reina Leticia, con una reverencia de manos que se agarran la falda y genuflexiona las rodillas. El papel de reina correspondía a Susanita en esos instantes. En lugar de sonreírse por su original ocurrencia, se fueron hacia ella y la vocearon contundentes: “Enana marrana, Triana es republicana”. A los estridentes lloros de las dos pequeñinas salió la mamá de la planta baja de la puerta inmediata. Les gritó groserías de toda índole. Y, pese a que era enclenque y no pasaba del uno sesenta de estatura, se enfrentó a estos espigados y musculosos “negros” con la fiereza verbal y la gestualidad carnívora de la leona que defiende a sus cachorros. Éstos se batieron en silenciosa retirada sin decir esta boca es mía. Quizás - pensarían por dentro- “se habían pasado varios pueblos” con aquellas inocentes criaturas, como dicen los trianeros en estas circunstancias.

(¢) Carlos Parejo Delgado

No hay comentarios:

Publicar un comentario