sábado, 8 de julio de 2017

El Gran Pirómano. Incendios forestales, desarrollo rural y ordenación del territorio en Andalucía


(Recupero otro artículo motivado en su día por el gran incendio que asoló las sierras de Huelva y Sevilla durante el verano de 2004)

Con todo mi cariño y apoyo a la Plataforma Fuegos Nunca Más.

En el periodo comprendido entre los años 1986 y 2004, ambos inclusive, se produjeron en la Comunidad Autónoma de Andalucía un total de 22.708 incendios forestales. Según las estadísticas de la Consejería de Medio Ambiente, de éstos, un 33,9% fueron intencionados, un 26,4% fueron ocasionados por negligencias, un 2,6% tuvo origen natural, un 5,9% fueron accidentales, en tanto que para el 31,2% restante las causas son desconocidas. Para los últimos años de la serie se reduce considerablemente el porcentaje de incendios con origen desconocido (el 16% en 2003 y el 13,11% en 2004), sin duda por los avances experimentados en cuanto a la investigación de su origen, en tanto que, consecuentemente, aumenta el porcentaje atribuido a otras causas.

Entrando a pormenorizar los orígenes de los incendios intencionados u ocasionados por acciones negligentes, que constituyen en torno a las dos terceras partes del total, nos encontramos con un amplia variedad de causas, entre las que podríamos citar las quemas agrícolas, de pastos o de residuos forestales, la proliferación de urbanizaciones en espacios forestales, el rechazo a los espacios naturales protegidos, el mal uso recreativo de nuestros montes (barbacoas o colillas mal apagadas –otro de los efectos perniciosos del tabaco) o la acción de los pirómanos.

Tras este somero análisis de las causas de los incendios forestales podríamos concluir que su origen tiene un carácter eminentemente social (o lo que podríamos también encuadrar menos eufemísticamente en la “teoría del ciudadano culpable”) y que, por lo tanto, una buena parte de la solución podría venir de la mano de una mayor vigilancia y de sanciones más estrictas, sin olvidarnos, lógicamente, de una mayor formación y concienciación ciudadana sobre el buen uso recreativo de los espacios forestales, así como en técnicas de manejo para aquellas prácticas asociadas a actividades económicas que suponen un factor de riesgo. Y por supuesto la necesidad de avanzar en labores preventivas tanto en calidad como en cantidad. ¿Problema resulto? A la vista de las reflexiones posteriores, y sin negar la necesidad y el carácter positivo de las medidas antes citadas, habremos de concluir que nada más lejos de la realidad, pues la proliferación de los incendios forestales tiene también su origen, y tal vez sobre todo, en causas de carácter estructural mucho más profundas.

La prevención de los incendios forestales, para ser efectiva y no coyuntural, ha de inscribirse en el contexto más amplio de las políticas forestal y de desarrollo rural. En este sentido, para una lucha eficaz contra el fuego en nuestros montes es esencial tomar en consideración la importancia que ha de darse a la repoblación. Repoblar, ahí esta la clave. Pero una política de repoblación que ha de realizarse, en primera instancia y de manera fundamental, partiendo de una especie que no es vegetal sino animal. Esta especie se llama hombre. Pero hombre de la subespecie “ruralis sociabilis” y no de esas otros pasos atrás en la evolución humana que podríamos denominar “homo especulativus”. Una política de prevención de incendios difícilmente podrá tener éxito sin la humanización del medio rural, pues el despoblamiento de nuestros campos y montes ha ido dando lugar al abandono del aprovechamiento sostenible de los mismos (pastoreo, carboneo, enclaves de agricultura de montaña, etc.) y, consecuentemente, a una acumulación de material combustible y de riesgos, que difícilmente pueden ser gestionados con eficacia exclusivamente desde el sector público.

El origen profundo de esta deshumanización del mundo rural hay que buscarlo en los procesos de “acumulación y desigualdad” capitalista que se expresan territorialmente en lo que ya hace tiempo fue denominado modelo centro-periferia. En este modelo los lugares centrales, fundamentalmente grandes áreas urbanas, experimentan un proceso progresivo de saturación, tanto en población como en actividades económicas e infraestructuras de todo tipo, en tanto que la periferia, que en nuestro contexto geográfico coincidiría con el mundo rural, va progresivamente siendo “vaciada” para desempeñar el rol exclusivo de “reservorio” de recursos (entre otros, población, recursos naturales, como el agua, y más recientemente, espacios recreativos y de ocio) al servicio de los lugares centrales. Concretando, para a la vez ceñirnos algo más al tema que nos ocupa, ha sido el modelo de acumulación capitalista la principal causa de la eliminación de la gestión y aprovechamiento de los espacios forestales por parte de las comunidades locales, y ello ha tenido como consecuencia el avance de problemas ambientales de gran calado, no sólo una mayor incidencia de los incendios forestales, sino también, y entre otros, la aceleración de procesos erosivos, la perdida de biodiversidad y de diversidad paisajística y el avance de la desertización física.

Para tratar de avanzar hacia la solución estructural de estos problemas tal vez el instrumento más potente, y en cualquier caso imprescindible, sean las políticas de ordenación territorial. El desarrollo estas políticas, en parte disciplina técnica o científica y en parte fruto de la voluntad política, es el único modo posible de sentar la bases necesarias para, en un primer momento, frenar la sangría demográfica a la que se encuentra sometido el mundo rural y, a medio y largo plazo, avanzar hacia su necesaria rehumanización.

No obstante, habremos de convenir que la puesta en marcha de auténticas políticas de ordenación del territorio es una tarea enormemente compleja y que esta complejidad viene en gran parte dada por las dificultades para conciliar las dos estrategias esenciales que han de procurar dichas políticas.

La primera de estas estrategias consiste en lograr un territorio lo más cohesionado y equilibrado posible. Esta primera estrategia tiene sobre todo un carácter socio-ambiental y está estrechamente ligada a la planificación desde los poderes públicos.

La otra gran estrategia de las políticas territoriales consiste en tratar de aprovechar al máximo las posibilidades de desarrollo de los territorios con un mayor potencial de crecimiento. Esta estrategia va más ligada a lo económico (entendido esto en el contexto de la macroeconomía) y, en principio, no necesita de la planificación pública, al ser consustancial con el modelo de acumulación capitalista. En cualquier caso, la definición o planificación pública de esta estrategia se encuentra con una serie de cuestiones previas cuya resolución no está carente a su vez de una gran complejidad. A saber, y sin ánimos de ser exhaustivos: ¿En base a qué criterios y con qué objetivos se definen cuáles son esos territorios con un mayor potencial de crecimiento? Y, una vez definidos esos territorios ¿dónde se sitúan los límites a ese “máximo” aprovechamiento y, en el conjunto del mismo, cómo se compatibiliza el desarrollo de diferentes sectores económicos entre sí en el marco de la sostenibilidad?

En Andalucía, y también globalmente en el conjunto del denominado primer mundo, se puede decir que esta segunda estrategia es una constante en las últimas décadas, pero sin partir de la necesaria planificación de carácter público con fines sociales y sin resolver las cuestiones antes aludidas. Es decir, como una estrategia exclusiva del capital y para el capital y con la connivencia, bien por dejación, bien intencionadamente, de los poderes públicos que, a su vez, no han hecho nada para poner en valor la primera de las estrategias. En conclusión, en Andalucía las mal llamadas políticas de ordenación del territorio, hasta la fecha, en lugar de constituir un proyecto territorial ni social, sólo han sido el producto del automatismo del mercado neoliberal al servicio de contados intereses macroeconómicos. Y, por lo tanto, bien podremos concluir que la ordenación del territorio como tal ha sido una política inexistente en nuestra Comunidad Autónoma.

Para ir concluyendo, habremos de convenir que es innegable que en las negligencias y en la intencionalidad están las principales causas de los incendios forestales. Pero tratar de situar esta conclusión exclusivamente en el contexto de la “teoría del ciudadano culpable” no es más que una irresponsable, mezquina y falta de valentía cortina de humo para tratar de evadir otras responsabilidades de tanto o más peso que él que puedan tener las de carácter social.

En definitiva, para atajar el problema de los incendios forestales en el monte mediterráneo andaluz es preciso —además de una mayor vigilancia y contundencia de las sanciones, de una nueva cultura en las prácticas preventivas, de una nueva ordenación de las masas forestales, que evite entre otras cosas la constitución y consolidación de masas monoespecíficas y la repoblación masiva con especies pirófitas — poner en marcha políticas forestales y de desarrollo rural inscritas en el contexto más general o global de una ordenación del territorio planificada desde lo público y para lo público. Sin esto último las medidas que se puedan poner en práctica sólo serán soluciones coyunturales y parciales.

Otra política forestal, otra política de desarrollo rural y otra política de ordenación territorial coordinadas, son, aunque difíciles, imprescindibles para otra Andalucía, aunque también difícil, posible. Fuegos nunca más.

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