Vivo en una quinta tan amplia y grande como adusta, solo adornada en su fachada con el escudo familiar de un ramillete de girasoles. Unos anchos aleros protegen de los rigores del invierno a las estrechas ventanas de la planta alta. Aquí tengo mi rincón favorito, un escritorio de madera de nogal y una silla de roble de respaldo alto, aislado por un biombo japonés de las corrientes de aire. Se encuentra junta a una gran chimenea cuyos leños arden hasta la primavera, cuando la cubro de flores que me regalan su aroma y frescura.
Enamorado del lujo de los climas fríos he cubierto los suelos de todas las habitaciones con pieles disecadas de tigres y osos polares y con alfombras persas; y he forrado sus paredes de tapicerías, sedas y terciopelos. Prefiero estar casi tumbado en divanes y otomanas a la rigidez de los taburetes, sillas y butacas. Son los muebles ideales para jugar a las cartas, charlar y reflexionar fumando con lentitud.
La planta baja es otra cosa. Allí necesito las sombras y el sabor, ruido y vista del agua, para aliviar los tórridos estíos. El patio interior tiene un surtidor en el centro, rodeado de plantas exóticas y un banco corredizo de madera de encina, cubierto de los rayos del sol por las techumbres de la galería alta. Pero, sin la menor duda, mi lugar favorito es el jardincito trasero. Allí he construido una cascada artificial que nace en un nido de conchas, con un despeñadero de guijarros que tiene en sus márgenes un ámbito oscuro y florido. Lo sombrean un cedro, dos naranjos y un limonero. Y alberga un invernadero donde cultivo desde camelias y tulipanes hasta claveles y rosas. Sus ramilletes de flores los voy colocando desde la primavera en los jarrones de centros de mesas y en las mesillas de noche. La casa, en penumbras, huele maravillosamente, hasta que al ocaso abro los grandes balcones de la planta baja para aspirar las brisas nocturnas.
(¢) Carlos Parejo Delgado
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