Lo reconozco, sí:
me hice el loco —es decir,
no fingí, aunque fingiendo—
por ver si tú te hacías
una vez más la cuerda
o hacías sonar el claxon
prendiendo las cenizas
fósiles de los pájaros
que auguran con sus cánticos
en llamas la alborada
y raen las ligaduras
que sojuzgan a modo
de sudario los sueños.
Lo reconozco: aquello
fue una vez más el mismo
y delirante juego
retórico a sabiendas
de que este despiadado
nudo rojo que me ata
a ti sin ti no habrá
nada que lo desate.
(Nunca hubo en el tambor
del revólver al menos
un hueco ámbar o verde.)
Amores dependientes de semáforos, o más bien, deseos insatisfechos. Y el morbo mediático que generan como el salto de la cobra (así lo llaman) de Bisbal cuando Chenoa quiere besarle. País.
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