Más de diez años sin noticias suyas no habían servido como antídoto contra el veneno lento de la nostalgia. Tampoco haber enterrado en la fosa común de la desesperanza hasta la más nimia de las expectativas de volver a verla. Y, de súbito, allí estaba, resplandeciendo entre el bullicio multicolor de la oferta a buen precio y la demanda con dificultades para llegar a fin de mes de un sábado por la mañana en el mercado de la Calle Feria. Quedé paralizado. Y se me volvió a extraviar entre la gente. Un par de semanas después volví a verla. Y, a escondidas, la seguí hasta su casa. Me costó meses decidirme, pero al fin le eché coraje y resolví sorprenderla.
―Buenos días. El cartero. Le traigo una carta certificada. ¿Sería tan amable de abrirme?
―Joder, ya es la tercera vez esta mañana; empiezan ustedes a tenerme agotada.
―¡Ah!, perdón, creo que ha habido una confusión por mi parte; la carta no es para usted, sino para los vecinos del ático. Espero que pueda disculparme. Gracias.
¡Buzoneo directo!
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