Una estrella fugaz iluminó los cielos. Lo interpreté como un augurio de vete tú a saber qué cosa, y, aprovechando uno de aquellos muy contados y efímeros instantes en los que María Luisa dormía profundamente, abandoné el oasis. Seguí la trayectoria descrita por el astro y, luego de roer hasta la médula la luz de trece lunas, ya con tan pocas fuerzas que no daba un ochavo por mi suerte, oí un rumor mullido y cadencioso, tiznado de esperanza. Luego un aroma familiar. "Un pedazo de mar, con un olor a sexo que desmaya" —aullé como un poseso, y, ciego y desbocado, me arrastré hacia el origen de aquella melodía tentadora. Son cantos de sirena —me dijo María Luisa que, absorta en los latidos de las olas, me esperaba en la orilla de aquel mar amarillo como un muerto y de sabor cerúleo como el licor de nube. Toma estas flores secas -añadió- y, por mucho que dure tu periplo en busca de quién sabe, no vuelvas a beber más de estas aguas; jamás regresarías al cálido cobijo de mis alas. Y ahora no me sigas; has de desentrañar antes las reglas que rigen tu destino. Cuando la última brizna de su imagen volátil se confundió en las sombras, el aire quedó inerte, sin fragancias, y helado y mudo el mar como un sepulcro.
El hada Maria Luisa parece persuasiva y sutil como el aroma de una flor
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