Desde que cayó la noche —hará ya unas 100 lunas— apenas puedo conciliar el sueño. ”Ven a dormir a orillas de mi calma”, me dice María Luisa. Pero aunque finge lo contrario, tampoco ella duerme. No hay ya nubes azules en el cielo, y el vuelo se ha prohibido por miedo a los insectos que bajan de la luna. Ahora comemos flores secas. Muy nutritivas. Tanto como el licor de nube. Pero entristecen. Sin nada que hacer, sin sueño, con la lágrima siempre en el borde del párpado, he terminado por dominar el idioma. Así ya puedo dar por cierto que nadie en el oasis ha visto a Wifiginio. Aquí la luna es siempre cenital. Pero sus fases son las que todos conocemos, y se completan, según mis cálculos, en poco más de 24 horas. El cuarto creciente es el más peligroso. Por los insectos. Es su hora de comer y se alimentan de las esperanzas de las mujeres voladoras. Es por ello que muy a menudo pregunto a Maria Luisa hasta cuándo durará la noche. Pero ella posa su dedo corazón sobre mis labios y, con semblante serio, calla.
Parece que estás en el país del Señor de los Anillos
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