Martín Montoya vino
de una aldea perdida
de la sierra de Huelva
para cursar primero
de BUP unos dos meses
antes de que muriese
el Dictador que fuera
para sus partidarios
el prohombre que fraguó
la modernización
de la Una, Grande y Libre.
Eran años de azufre
en el aire y del óbito
lento de las marismas
del Tinto bajo un manto
de residuos nocivos
procedentes del Polo,
y de impulso incipiente
de medidas de higiene
en centros de trabajo
y enseñanza al objeto
de, junto a otros factores,
tratar de mejorar
la calidad de vida
de obreros y estudiantes.
Y así fue que Martín,
tras su primera clase
de gimnasia en el patio
del instituto Alonso
Sánchez, fue conminado
por aquel profesor
—no recuerdo su nombre—
progresista y adepto
de la higiene, a asearse.
Martín, que ya dijimos
venía de una aldea
perdida de la España
moderna, al ver el agua
brotar de la alcachofa
de la ducha, espantado
y entre las crueles burlas
de los demás alumnos,
huyó como alma en pena
y no volvió ya nunca
a clase de gimnasia.
El profesor, no obstante,
ya muerto el Dictador,
tras suspenderlo en junio,
le dio un bien en septiembre.
pues vaya con las duchas y sus efectos perversos
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