Recuerdo la primera vez con la memoria turbia de aquellos que no dejan de beber hasta el alba. Me emborraché de luz tiznada de celeste. Yo era un tigre en el filo de una espada de fuego. De súbito, después, se hizo el eclipse. Y no fui más que un perro con alma de conejo sobre la piedra negra de un sacrificio estólido. Cuando los dedos gélidos de las sombras me abrieron de par en par el pecho, no había corazón.
Pesadillas onubenses
ResponderEliminarHay falsedades que tienen más corazón que una estólida verdad.
ResponderEliminarTremendo!
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