No se apagan tus ojos en mis noches desierto:
huelo, pese a la bruma del desaire y la ausencia,
titilar, a lo lejos, sus matices turquesa de cocuyos y oasis.
Pero su luz sin mancha
no alcanza a iluminar mi corazón mazmorra:
ciega la sangre, estática
como un muñón infecto de gangrena, soy presa
fácil de la alimaña de la desesperanza.
Más profunda es la ciénaga que el olvido y la muerte;
me atrapa entre sus lodos de destiempo y abrojos,
sorbiéndome el aliento y secando las parcas
fuerzas que aún acompañan
mi fe sin más motivos que el pujo y la nostalgia.
Seguro que hay un modo de adentrarse en la broza
y abrir a dentelladas
un camino precario hacia el fuego profundo
que aún late en los rescoldos del ayer y sus fuentes.
Pero
cómo encontrarlo
con esta tetraplejia
sin sentido instalada en el meollo del alma.
No se apagan tus ojos
en las cuencas vacías
de mis ojos cadáver.
Oscuro y siniestro poema de desamor
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