Se les llena la boca de pactos de Estado. Luego, en la intimidad de sus miserias, los mastican, les sacan el jugo y escupen sus despojos exangües en el inodoro. Los pactos de Estado, esa entelequia, suelen nacer de la indolencia o la inepcia política. Ahora toca anunciar pactos contra la violencia de género. Puede dar votos, está de moda. Pero tras los comicios del 20-D, estando aún el cadáver de las urnas caliente, toda esta palabrería hueca acabará olvidándose. ¿Pacto de Estado? ¿Están dispuestos a modificar con urgencia el código penal para que sean encarcelados aquellos empresarios y empresarias que osen pagar un solo céntimo de euro de salario menos a sus trabajadoras que a sus trabajadores? ¿O a aquellos que en una entrevista de trabajo les dé por preguntar a las señoras por la funcionalidad de sus trompas de Falopio? ¿Están dispuestos, no ya a dejar de financiar, sino a imponer duras sanciones a organizaciones sectarias y machistas como la iglesia católica hasta que adecuen sus estructuras antediluvianas a la igualdad de género? Porque la violencia de género es mucho más que el machito descerebrado que vapulea a su compañera hasta enviarla a urgencias o a la morgue. La violencia de género es todo un caldo de cultivo estructural cuya más cruenta consecuencia se manifiesta en el maltrato físico y el asesinato. Pero eso no es más que la punta del iceberg. Pasó el 7-N; ¿y, ahora, qué? Pasará el 20-D; ¿y, entonces, qué?
Escepticismo a raudales. Al menos nos queda la palabra
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