Me duelen las raíces como a un árbol talado. Cayó mi corazón,
semilla y reja, en una tierra estéril, y mi voz no alcanzó nunca el nido del águila.
Al principio mis ojos no vieron, no supieron ver mi orfandad ni el río que
bajaba del sol tronchando el tallo sutil del horizonte y entregando la broza al
fuego y las cenizas. Yo soñaba una luz húmeda urdiendo flores para el cabello
de la aurora. Pero en aquellos pagos, era la luz un haz de hoces hambrientas. ¿Cómo
iba a imaginar que las termitas poblaban mi garganta, derramando su baba
corrosiva sobre el eco ilusorio que engendrara mi cántico? Cuando cesó la
plaga, la pedrisca abatió frutos y flores, y, uniéndose al turbión ultravioleta
que anegaba la tierra y sus confines celestes y oceánicos, pudrió los
pentagramas y el lecho de las musas, restableciendo el orden del silencio.
La destruccción o el amor que decía Aleixandre
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