Súbitamente, el súcubo puso un huevo celeste. Una esfera perfecta. Después huyó del nido, sumiéndose en el vientre del subsuelo. Yo lo incubé en mi boca, durante nueve meses y una noche, periodo en el que sólo me alimenté de estiércol y ojos de nigromante en pepitoria. Con la inicua eclosión, se hicieron para siempre las tinieblas. Olían a amarillo y eran frías como una noche en vela.
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