Hoja de ruta. Cada vez que oiga este concepto en boca de un
político de rancia estampa, caballero, échese a temblar. O a correr bien lejos. Porque, en
el mejor de los casos, aquel que lo pronuncia no tendrá la menor idea de cómo,
cuándo, por qué ni adónde pretende llegar. Y en uno de los peores, tendrá nítidamente
definido el trayecto —por supuesto, nada personal— por el cual pretende
conducirlo desde el redil al matadero.
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