Si a Francisco de Quevedo le hubiese tocado vivir en la España de estos tiempos, antes o después sería, casi con toda seguridad, víctima de un proceso de carácter político por usar la ironía para denunciar los execrables vicios de los que adolece el actual régimen del bipartidismo alternante sin alternativas al servicio de las mafias del totalitarismo financiero nacional e internacional. Y tal vez terminase siendo condenado y adquiriendo la ingrata condición de preso político. Pero, amén de en el punto de mira del régimen, también podría estarlo en el de parte de los correligionarios de las nuevas fuerzas políticas emergentes, que, entendiendo las mismas más como religión, con sus cuestiones de fe en la infalibilidad de sus pastores, que como lo que son, admiten y hasta aplauden los improperios e insultos que puedan dedicar a otros sus sacrosantos líderes, en tanto condenan que se pueda responder a estos con la ironía o el sarcasmo. Y es que en España, el uso de dos varas de medir y esa contumaz costumbre de ignorar la viga en el ojo propio mientras se señala la paja en el ajeno han sido desde siempre vicio o deporte o liturgia nacional.
En España todos creen que su ombligo es el más perfecto
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