Era una lluvia seca como la tos fragosa de un asmático o un látigo rasgando los pechos de la aurora. El cielo estaba enfermo y moqueaba aguafiebre como un cirio purísimo. Ángeles insurrectos, deslizándose, heroicos, por los hilos de tul del arco iris, bajaron en jauría desde el piélago sin luz del firmamento, tratando de domar con sus aullidos las olas contrahechas del diluvio de salterios y azufre. Pero era ya muy tarde; había germinado sobre el páramo de abrojos y resinas, la flor albiazabache del silencio.
Surrealismo desesperanzado
ResponderEliminar