Yacen bajo las aguas
del tiempo sin retorno,
los despojos de un sueño
que al nacer fue abatido
por mandamientos falsos
y condenado al frío.
Rogad a las deidades
del azufre y las sombras
para que nunca un rayo
de luz roce esos huesos
violáceos insuflándoles
nueva carne y aliento.
Para que no le crezcan,
una vez reencarnado,
aletas de esperanza
con ansias de bogar
en busca de la tierra
prometida y negada.
Para que las corrientes
le impidan alcanzar
la playa, ese espejismo
infecundo, sin tiempo
ni lugar, de un mañana
y un ayer que no existen.
Si llegase a destino
y se viese de nuevo,
sin poder alcanzarlas
con sus fauces sedientas,
reflejado en las aguas
de lo perecedero,
su cólera uniría
los cielos con la tierra
–sería un cataclismo-,
y el sol estallaría
anegándolo todo
con su luz cegadora.
(Sería el fin del mundo:
la luz pura es semilla
de vacío y de sombras)
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