Quedaba sólo un huevo. Pequeño como grano de polen o una abeja. Lo lamimos por turnos. Primero el perro. Luego, las polillas gigantes del espejo de azúcar. Y por último yo, aunque sin apetito ni esperanzas. Lo acompañamos con sorbitos secos de vinagre de esfinge, a fin de enmascarar su sabor a cellisca. El perro vomitó, y se murió de náuseas. Lo lamimos de postre, en tanto agonizaba. Aún oigo, cada noche, sus ojos anegados de plegarias y espanto. Fue una cena indigesta. Pero pasamos hambre.
Jolín, que triste
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