Llegaste igual que el rayo,
turbándome, abatiéndome,
encendiendo mis ganas.
Tus ojos me miraban
como a un fruto en sazón
prohibido por los dioses.
Olían a sed tus labios.
Yo me dejé caer
a tus pies, bajo el muérdago.
Y allí quedé pudriéndome,
a merced de los cuervos,
la ausencia, los gusanos.
Idilio campestre inacabado
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