Una mañana de domingo, mamá se puso su vestido rojo —iba preciosa— y
nos fuimos al circo. Yo no había visto nunca nada igual. "No es un
circo cualquiera —me dijo, complacida, al vislumbrar mi asombro—; vienen
del sur de Francia, y han hecho varías giras por Europa."
Durante su actuación, el mago me sacó a la pista, e hizo nacer de mis
cabellos, hadas, jilgueros, ninfas y libélulas. Cuando volví a mi
asiento, mamá cogió de mi bolsillo, un papel que, pensé, había llegado
allí, llevado por un duende de la magia. Lo leyó varias veces —como
memorizándolo— para, luego, entre lágrimas, hacerlo pedacitos y
tragárselo. "No te preocupes —dijo, al ver también mis ojos henchidos
por el llanto—, que son buenas noticias y lloro como nunca de alegría.
Yo no llegué a entender lo que pasaba. Pero ahora, recordándolo,
sospecho que mamá jamás probó manjar tan exquisito.
No conocía yo bastante, o no me había parado a mirar este veta leonina del relato corto. Cayendo de bruces en el prejuicio uno se sorprende de que tipo tan grande físicamente, tan de Trigueros -con el mayor respeto, faltaría más-, tan descarnado cuando qui9ere serlo, sea capaz de la exquisita sensibilidad que vengo disfrutando en estos cuentos.
ResponderEliminarPrejuicios, ya digo.
Agustín Casado