El día de la procesión del santo, amaneció nublado. Lo celebré a escondidas –quizás me libraría de tener que vestirme de domingo. Pero me delató mi rostro. “Es un hereje, irá al infierno” –dijo don Cosme, el sacerdote, mirándome severo como un diablo. “No merece perdón” –dijo mi padre. Pero mamá, que conocía bien las bárbaras costumbres que se gastaban en el pueblo, en un descuido de ambos, me ocultó en el alpende, tras unos sacos de patatas.
La gata me miraba con recelo. Había recién parido y se temía que alguien le arrebatase los gatitos, para meterlos en un saco y ahogarlos en el río. Pero pronto entendió mi condición de fugitivo. Se podría decir que fuimos cómplices.
Cuando el santo llegó a la ermita, la enorme pira estaba preparada. Mi desafortunada sustituta, una cabra llamada Blancanieves, a la que yo tenía en gran estima, gemía de terror ante el ardiente futuro que sabía la esperaba. Don Cosme dio la orden y papá, poseído, prendió fuego a la hoguera. Entonces comenzó a llover con furia, como nadie presente recordaba, y un rayo cayó a tierra, fulminando a don Cosme.
Clima rural kafkiano y tan irreverente con la iglesia como acostumbras
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