De lunes a domingo, la vida transcurría entre el hastío y la monotonía. Las tareas domésticas, la siesta, los crímenes rituales perpetrados con premeditación y alevosía, la cal, las pompas fúnebres… Y, al fin de la jornada, el sueño: un pozo más árido y profundo que la muerte. Pero el octavo día era otra cosa. Y, aun siendo igual que el resto, lo disfrutábamos como un regalo que no se ha merecido. Y en su curso medíamos el tiempo y nuestros actos, a fin de repetir nuestro afán de verdugos, de lunes a domingo.
Llegó luego el eclipse, transformándolo todo, empobreciendo los minutos vacíos, resarciendo a las víctimas, marcándonos la piel con el estigma hiriente y sempiterno del insomnio. Y el tiempo se paró sobre los restos putrefactos de un lapso infectado de moscas y gusanos. Era el justo castigo a nuestro orgullo de bárbaros impunes. Y no quedó siquiera la llama de un poema para hacer frente al frío, las penumbras y el miedo.
Relato apocalíptico y postnuclear, podría servir de prólogo al amanecer del Planeta de los Simios
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