Entonces no lo entendía. Pero ahora sé que no fue mi orfandad puerperal lo que nunca me perdonaron los abuelos. “Eres el hijo del pecado” –me decían; y me obligaban a ir a misa todos los domingos, descalzo y con una enorme cruz a cuestas.
Aunque no creía en él, yo odiaba a dios sobre todas las cosas. Y cada noche, luego de rezar a regañadientes mis oraciones, cuando la abuela caía rendida de tanto maquinar maldades y el abuelo rememoraba, ebrio como una cuba, sus viejos tiempos de ballenero, yo ofrecía a Satán en sacrificio, libélulas azules y ratones de campo, y le rogaba que, en contrapartida, viniese a salvarme.
No sé si alguna vez llegó a escucharme. De lo que estoy seguro es de que la noche en la que la casa ardió hasta los cimientos, el fuego fue prendido por un ángel; el más bello y bondadoso ángel que pueda nadie nunca llegar a imaginarse.
Eres tan feroz con Dios como Saulo (Pablo de Tarso) antes de que se le apareciera en Damasco (Siria)
ResponderEliminarQué maravilla! No me sale otra palabra (y esa no me gusta) Especialmente el final. Vaya contraste, libélulas azules y ratones de campo, eso es bello (me gusta como suenan “ratones de campo”, son poéticos y parecen menos “ratones”. Algo así como decir: Me llamo Juana. O decir “Juana de Ibarbourou” (Espero no pase ninguna Juana “a secas” por acá jaja)
ResponderEliminarBesos Rafa!
Era "suena" (en singular)
ResponderEliminar