Era un auto alemán. Hecho a conciencia,
estaba diseñado
para alcanzar, al menos,
un millón de kilómetros
sin el menor problema,
y debía costar
un ojo de la cara,
por no decir un huevo.
En el viajaba el párroco –don Cosme–,
un cura calavera
que en todas y cada una
de sus disparatadas homilías,
dedicaba un buen rato a adoctrinar
a la feligresía
sobre el valor sin par que atesoraba
la práctica con fe de la pobreza
como camino cierto –o autopista–
para alcanzar el Reino de los Cielos.
Hoy día los conducen más los de la tarjeta visa negra a juego con su carrocería
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