Sigo del mismo afán
cautivo, pero todo
ha cambiado, es distinto.
El mismo afán que el de esas bestias
que, tras andar arando
de sol a sol, bajo un sol inclemente,
un pedregal inhóspito en que nunca
habrán de germinar ni malas hierbas,
caen rendidos de bruces, reventados,
a un palmo de la fuente —oliendo el agua.
El mismo afán que ayer,
pero distinto.
Porque hoy, como sucede
a aquellos que padecen
la lacra del alzheimer,
no recuerdo el semblante
ausente que me empuja
a seguir, hasta la última
hiel, removiendo piedras
en busca de una brizna
de esperanza; hoy me mueve,
ya sin reconocerme
a mi mismo, el anónimo,
desconocido rostro
de un dolor sin memoria.
Un dolor sin memoria, efectivamente, eso es el alzheimer
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