Odiar a dios no es más
que un acto irrelevante
de estupidez. Y no
porque, en su omnipotencia
altiva, su desdén
y crueldad de leyenda,
se la resbale el triste
odio de los mortales.
Es mucho más sencilla
la razón. Citaré
solamente al respecto
la navaja de Ockham.
Así que cada cual,
a fin de alimentar
de odio o amor su ego,
arrime como guste
el ascua a su sardina,
antes de que se agote
la hoguera o el cupleido
se calcine de frío.
Por mi parte, ni amor
ni odio; indiferencia
sobre todas las cosas,
como si fuese dios
la más perfecta y fiel
de todas las amantes,
aquella que, impasibles,
terminará acogiéndonos
sin excepción alguna
en su sin fin regazo.
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