Entraron en su casa y les dijeron: "De ahora en adelante
habremos de ocupar vuestro salón, un par de dormitorios, el baño y la cocina.
No obstante, como somos generosos,
conservaréis en propiedad un dormitorio -el más pequeño-
amén de la terraza-lavadero,
y se os permitirá -el agua estrictamente racionada-
usar durante un par de horas por día
el baño y la cocina.
Pero sois peligrosos y estaréis vigilados
y para transitar de un lado al otro de la casa
nos pediréis permiso y seréis registrados
a fin de cerciorarnos de que no transportáis en los bolsillos
objetos puntiagudos o cortantes con la intención perversa de agredirnos".
Poco después llegaron
los golpes, la amenaza, la negación del sueño, del pan, la sal, el agua,
de la energía eléctrica,
la ocupación creciente de la terraza-lavadero
y el dormitorio exiguo donde sobrevivían hacinados
por la opresión inicua y asfixiante de los usurpadores.
Y un día decidieron
que era cuestión de vida o muerte tratar de defenderse.
Y tanto los vecinos como sus agresores
los tildaron de ser atroces terroristas,
asesinos perversos, salvajes alimañas sin conciencia.
Y nadie movió un dedo en su ayuda la noche
que fueron masacrados como perros desde el primero al último,
la noche bochornosa de su aniquilación definitiva.
Esta historia -espantosa alegoría-
es una historia antigua que viene repitiéndose
sin cesar en los sórdidos anales del terror y la ignominia;
una historia que, ayer, se perpetró en los guetos,
y que hoy lleva por nombre Palestina.
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