Asistiendo, no sin perplejidad, aunque sin el menor asombro, al pertinaz diluvio de opiniones —casi todas ellas laudatorias e impregnadas de babas venales—, que desde ayer se vienen vertiendo desde los lupanares políticos y mediáticos patrios en torno a la abdicación de Juan Carlos I de España, he llegado a temerme que muchos españoles pudieran estar pensando y hasta convencidos de que, durante ese periodo mal llamado transición que sucedió a la dictadura franquista, han estado sobrando muchas cosas en España; entre otras, el Congreso de los Diputados, los Parlamentos Autonómicos y hasta los mismos ministros de la iglesia desde Rouco Varela hasta el último de los párrocos de barrio.
Porque la semblanza que nos están dibujando del monarca, es la de un ser omnipresente, omnisciente y omnipotente sin el que casi no podríamos explicarnos la misma existencia —algo así como el rey Big Bang— y gracias al cual España —esta España que desde hace ya demasiadas décadas se están llevando los demonios— no es hoy un ruinoso solar de bárbaros. No obstante, algo así, aunque pudiese complacer tanto a un buen número de sus súbditos carentes de espíritu crítico como a aquellos otros instalados cómodamente en las mamandurrias y privilegios con los que los nutriría un régimen de tal calaña, tendría un significado que nos debería mover al espanto. Porque la única lectura posible de tan desolador panorama sería la de que en España, en lugar de Democracia, lo que ha habido desde la muerte del dictador hasta la fecha no ha sido otra cosa que un régimen de corte absolutista al estilo de aquel otro Borbón, Le Roi Soleil, de L'État, c'est moi, cuando no una teocracia afín a aquellas del Egipto antiguo.
Y puede que el actual contexto histórico de España sea tan o hasta más espantoso que el arriba descrito. Pero no porque el Estado haya sido encarnado en exclusiva o mayoritariamente por nuestro simpático y campechano monarca, sino porque el Estado ha estado y está en manos de los nefandos y muy voraces oligarcas del totalitarismo financiero, con la connivencia, mayor o menor según qué coyunturas, de los diferentes poderes del estado, incluida la Casa Real.
Porque, para bien o para mal, las atribuciones que confiere la Constitución Española a la figura del Rey en su título II son las que son y, salvando las distancias, no van mucho más allá de las de cualquier figura decorativa; la guinda de un pastel que a algunos ya se nos antoja indigerible o uno de esos patéticos muñecos —legionarios, toreros o señoras con traje de faralaes— que durante la dictadura coronaban los televisores que adoctrinaban a los españoles con la nauseabunda propaganda del régimen.
Por eso, desde el punto de vista de un demócrata, ya monárquico, ya republicano, no se debería en ningún caso dar pábulo a la idea ridícula, si no falaz, de que la figura del sucesor a la Corona está llamada a hacer las reformas necesarias para caminar hacia una España más moderna y democrática. Porque por mucho que nos quieran hacer ver lo contrario los oficiantes de la ceremonia de la confusión en la que hoy se halla atrapada España, ni el gol de Iniesta lo marcó nuestro ya por poco tiempo olímpico monarca, ni Felipe de Borbón ha sido convocado por Vicente del Bosque para actuar como goleador en esa selección llamada, según los optimistas, a ganar de nuevo el Mundial de Fútbol.
Al rey lo que es del rey, y a la Democracia lo que debiera ser de la Democracia.
A ver qué político se prepara desde su nacimiento para ser Jefe de Estado. Decía Olof Palme que los monarcas constitucionales resultan baratos y preciosos...
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