Se anega el aire de un hedor a napalm,
presagio de fracaso en la derrota.
Estoy soñando –eso es seguro– y pronto
estallará la alarma del teléfono
abrasando la hierba y las luciérnagas
que alumbran mis tinieblas y alimentan
mi corazón de estúpido rumiante.
Me estoy soñando omnívoro, un verraco
con el alma de piedra y un gran rabo,
que orina a borbotones y sofoca
las llamas homicidas de la aurora
–ese rubor celeste clandestino
que es a mi sed un pútrido espejismo.
Pero Eros arma su arco y me atraviesa
–no el corazón, el rabo– y soy un ciervo
desangrándome en medio de las llamas
de mi semen mudándose en cenizas.
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