Vertí la sal sobre el mantel de flores
celestes y amarillas
donde no más quedaban migajas enmohecidas
de un pan negro e insípido
roído por las ratas de la arena.
La derramé a paladas,
a conciencia,
invocando con fe a la mala suerte,
con la esperanza estúpida de alcanzar a embaucarla.
Un diablo de ojos pétreos y sonrisa
malévola y sarcástica
apartó de mis manos el cuchillo,
mientras con esa voz
de ultratumba espantosa que se gastan los diablos,
mascullaba entre dientes:
“Aunque la mala suerte tiene un límite,
no has agotado el cupo;
ya morirás más tarde.”
¿Quién es esa mujer diablo que se sienta a la mesa del poeta?
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