Hay días en que tiro casi a rastras
–son los más– de mis piernas
batallando
por abrirle camino en la tupida
maraña de las horas sin destino
al barro sin aliento.
Son días de lamento soterrado,
de cansancio y violentas tentaciones
–arrojar la toalla–, de pavor e
impotencia:
qué corto es el trayecto y cómo se
hace
de largo al comprender que es un
efímero
relámpago alumbrado ante el brocal
que se abre al agua turbia del vacío.
En cambio hay otros días –excepciones–
en los cuales mis piernas me
transportan,
me llevan en volandas con la fuerza
insólita del águila. Y, entonces,
me siento eternidad y nada importa
que no sea más que un sueño este
periplo
estólido y sin meta.
Vida de pesar con alguna alegría para variar
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