Era una tarde luminosa y fresca
en los albores de la primavera.
Ella trajo su tupperware de plástico
y yo mi fiambrera de aluminio,
una reliquia digna de un infante.
Tendimos el mantel sobre la hierba
y, pronta, devoró a cara de perro
mi exquisita tortilla de patatas.
-"Estaba algo salada" -dijo, ahíta;
era, aun tan bella, sosa amén de cáustica-.
Fue entonces cuando, unánimes, supimos
que no éramos la una para el otro,
ni, por supuesto, el otro para la una.
Nos dijimos adiós de mutuo acuerdo
sin dilación ni visos de acrimonia,
pero estando ya a punto de perderse
como una exhalación en lontananza,
sentí un vacío acerbo en el estómago
y un vértigo insondable, y aún ignoro
si fueron por el hecho de perderla
o que me había quedado sin almuerzo.
Ilustración: Le déjeuner sur l'herbe, de Édouard Manet
A veces es mejor hacer las cosas así. Un adiós de un sopetón!
ResponderEliminarSaludos!