Has desaparecido. Una vez más
–y ya perdí la cuenta– has anidado
en un tiempo y lugar que desconozco;
y no hay luz en el mundo. Entre tinieblas,
me arrastro bajo el círculo vicioso
de un ciego firmamento sin estrellas,
nutriéndome tan sólo de mis heces,
de las náuseas que infunde no alcanzar
–igual que aquellos pueblos primitivos
que inmolaban sus vírgenes rogando
calmar la ira de un dios inexistente–
a entender los motivos del eclipse.
Pero mi corazón no alberga cólera
–únicamente miedo; miedo y una
caudal desesperanza– ni conoce
la cruel ruindad de atávicos chamanes.
Qué más puedo decir si no comprendo
mi idioma ni la voz de tu silencio,
si nunca te movieron mis plegarias,
no a otorgarme el edén o el purgatorio,
a explicarme el porqué, cuál fue el pecado
que, inerme, me arrastró al noveno círculo.
Ilustración: Mapa del Infierno, de Sandro Botticelli
Tu insistencia con el Dios inexistente envuelve la pregunta ¿Y aquí para qué estamos?
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